viernes, 9 de octubre de 2015

Sobre tumbas y héroes y demás


¿Dónde «descansan» los escritores más grandes de la literatura universal?
                                                                                (Foto ABC)

El otro día estuve en la tumba de Machado. Me refiero a Antonio. Machado, si no digo más, sólo puede ser Antonio, aunque mucho tiempo atrás se bromeara con que Antonio era en realidad el hermano de Manuel. En otra ocasión os hablo de ese peregrinaje a Collioure tantas veces pospuesto.
Hoy os traigo un texto de Zweig en el que habla de la tumba de Tolstoi (que es la que se puede ver en la imagen, aunque en invierno es un poco distinta):

No he visto en Rusia nada más grandioso e impresionante que la tumba de Tolstoi. Ese augusto monumento, venerable centro de peregrinación de las generaciones futuras, queda desplazado y solo, sombreado en el bosque. Un sendero estrecho, que discurre sin aparente plan entre claros y maleza, conduce a este túmulo, que no es otra cosa que un pequeño rectángulo amontonado de tierra, que nadie vigila ni ampara, a la sombra única de unos pocos grandes árboles. Y esos árboles descollantes, mecidos suavemente por el viento del temprano otoño, fueron plantados por el mismo León Tolstoi, según me refiere su nieta. Su hermano Nicolás y él habían oído, cuando niños, de boca de alguna ama o aldeana, la antigua conseja de que allí donde se plantan árboles se constituye un lugar de felicidad. Y por eso, jugando, habían hincado por las buenas en la tierra unos cuantos renuevos en determinados lugares y no habían tardado en olvidar este juego de niños. Sólo al cabo de mucho tiempo se acordó Tolstoi de aquella anécdota infantil y del extraño augurio de felicidad, que se presentó de repente al hombre fatigado de la vida como provisto de un significado nuevo y más bello. E inmediatamente expresó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles plantados por él mismo.
Se cumplió puntualmente esta voluntad de Tolstoi, y aquel lugar pasó a ser la tumba más bella, impresionante y triunfal del mundo. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, recubierto de flores –nulla crux, nulla corona–, sin cruz, ni lápida, ni inscripción, y ni siquiera el nombre: “Tolstoi”. El gran hombre está enterrado en el anonimato; el que sufría como ninguno bajo el peso de su nombre y fama, enterrado como cualquier vagabundo hallado por casualidad. A nadie se impide el acceso a su último lugar de descanso; la débil cerca que lo rodea no está cerrada: nada protege el descanso de León Tolstoi sino el respeto de los hombres, que, en otros casos, se complacen en turbar con su curiosidad las tumbas de los grandes. Pero aquí justamente la irrefutable sencillez proscribe la desatada curiosidad e impone hablar en voz baja. El viento susurra en los árboles que cobijan la tumba del anónimo; el sol juguetea sobre ella; la nieve pone en invierno su tierna nota de blancor sobre la tierra oscura, y se podría transitar por aquí, verano e invierno, sin advertir que ese pequeño rectángulo prominente acogió en su seno la parte terrena de uno de los hombres más poderosos de nuestro mundo. Mas precisamente ese anonimato conmueve más que todos los mármoles y pompas posibles: de los centenares de personas de hoy, este día excepcional, ha atraído hacia su rincón de descanso, ninguno ha tenido el atrevimiento de tomar como recuerdo ni una sola flor del oscuro túmulo. Nada de este mundo resulta más monumental –eso se experimenta de continuo– que la suprema sencillez. Ni la cripta de Napoleón bajo los mármoles de los Inválidos, ni el sepulcro de Goethe en la tumba principesca de Weimar, ni el sarcófago de Shakespeare en la abadía de Westminster impresionan a su vista una y otra vez las fibras más humanas del hombre como esa conmovedora tumba anónima perdida en el bosque, con su solemne silencio, en la que sólo susurra el viento y que está desprovista de todo aviso y palabra.
                                   
                                       (Texto de Stefan Zweig, Hombre, libros y ciudades, tomado de calledelorco.com)

La escena de Camus ante la tumba de su padre que había muerto con menos edad que la que él tenía la primera vez que visitó su tumba es insuperable, pero siempre se puede igualar. El ejercicio de hoy consiste en que os plantéis ante la tumba de alguien y escribáis algo. Vale cualquiera, un escritor famoso, Jim Morrison, o un amigo que se fue.


1 comentario:

BRAGAOMEANO dijo...

Pués va a ser que no. Bastantes amarguras tengo en la vida, que encima quieres que me acerque a un cementerio en busca de melancolía. Soy un bocazas voraz, rara vez se me queda algo que decir a alguien antes de que se muera, tanto lo bueno como lo malo. Yo sigo al pie de la letra lo de descanse en paz, por eso procuro no molestar a los muertos ni el día de los Santos. Yo veo la muerte como una salvación de este valle de lagrimas, no como un castigo. El que sufre es el que sigue vivo.
Lo único que me parece bonito de un camposanto, son los cipreses agitados por el viento y ese silencio solo interrumpidos por el silbido del aire, que acaricia las ramas, de estos gigantescos árboles.
Ahora bien, se me quedo pendiente en mi juventud, acercarme a la tumba de Jim Morrison y beberme una botella de whisky en su honor.