miércoles, 26 de noviembre de 2014

Taller Cortázar en construcción (IV)

No sé qué hacer con esta entrada... Todavía. De momento os dejo esta portada para leerla y fijaos en el billete de metro...

martes, 25 de noviembre de 2014

Curso de relatos con Quim Monzó yV (por el momento)

 
Después de los relatos de terror, un ejemplo de relato terrorífico de nuestro Quim Monzó. Espero ver los vuestros en los comentarios.

Mi hermano

Un mediodía de Navidad, en plena comida y sin que ninguna enfermedad o aviso previo —ni tan siquiera pequeño y discreto— nos hubiese inducido a sospechar problema alguno de salud, mi hermano se murió. No había sido nunca un muchacho muy activo —se mareaba a menudo, y no le gustaba jugar fútbol, ni emborracharse con los compañeros cuando íbamos al restaurante chino de detrás de la escuela, no tanto porque la comida fuese barata como porque en el momento de pagar nos invitaban a vasitos de licor sin preguntarnos la edad—, pero tampoco era enfermizo, ese tipo de muchacho que enseguida se ve que no está bien del todo. Por eso papá y mamá se quedaron en tal estado de shock que no acababan de entender qué pasaba en realidad. En el fondo supongo que no querían entenderlo, porque se de verdad hubieran querido les habría sido muy fácil darse cuenta: Toni estaba bien muerto, allí delante de ellos, y si no atinaban a verlo era porque quizá no podían permitírselo. Papá trabajaba en una tienda de taxidermia en la plaza Reial; era un buen padre y un buen marido, y no tenía ningún vicio, a excepción de una enorme caja de madera que escondía en el armario, con revistas de señoras desnudas y con la entrepierna difuminada, cerrada con un candado que mi hermano y yo abríamos cuando nos dejaban solos en casa. Por las tardes, mamá llevaba la contabilidad de una pequeña empresa de construcción. No éramos la foto de familia feliz que sale en los anuncios de cocinas y frigoríficos, pero tampoco nos ahogaba la depresión. Vivíamos al día y no ahorrábamos mucho porque nuestros estudios y la hipoteca del piso devoraban los sueldos. Al cine no íbamos nunca. Como gran desembolso semanal , cada sábado papá compraba el diario deportivo  para informarse de los partidos que se jugaban el fin de semana. Compraba el del sábado porque así tenía dos días para leerlo de cabo a rabo; comprar el del domingo le parecía un dispendio exagerado si sólo tenía un día para leerlo. El domingo veíamos siempre el partido que daban por la tele, fuese el que fuese y aunque los equipos nos cayesen tan lejos que nos costase incluso situarlos en el mapa. Cuando me llegó la adolescencia, los sábados y los domingos mamá insistía en que saliese con amigos; no quería que fuese lo que ella llamaba "un niño de piso". "Encerrado todo el día en casa no tendrás nunca amigos, ni encontrarás una chica que se case contigo". Mi hermano, dos años más pequeño que yo, se reía; le hacía gracia eso de las chicas y de casarse. Yo prefería quedarme en casa, viendo con papá los partidos de fútbol de la tele.
Lo de Toni fue justo después que mamá hubiese llevado a la mesa la fuente con el turrón y los barquillos. Nos habíamos comido la sopa, el cocido y el pollo relleno, y de repente, como si fuese lo más normal del mundo, la cabeza de mi hermano se decantó hacia delante, muy despacio, hasta clavar la cara en el plato de turrón. Papá y mamá se quedaron helados. Con sólo tocarlos se hubiesen resquebrajado de hacerse añicos. Los vi tan incapaces de reaccionar que, en una crítica milésima de segundo, decidí hacer, yo también, como si no me diera cuenta. De hecho no le miraban: miraban la mesa, justo al frente, forzando la vista para no verlo, tan indefensos que, para que no sufriesen, al menos de momento, pasé la mano por la espalda de Toni y, para enderezarle el torso, le estiré el cuello del jersey. Como toda esta actividad necesitaba una justificación que la hiciese mínimamente verosímil, cogí la servilleta y le limpié los labios. Era un momento de trámite, porque, en cuanto quisiésemos, podríamos volver atrás: cualquiera de los tres —papá, mamá o yo— podía echarse a llorar y proclamar a los otros dos la verdad evidente. Pero nadie se atrevía. Seguro que ninguno de los tres pensaba en aquel momento que la intención fuese negar que había muerto. Los tres —yo con aquel tirón del cuello y aquel pasarle la mano por el brazo por la espalda mientras le limpiaba los labios; ellos haciendo como que no se daban cuenta— pretendíamos, a lo sumo,  retrasar el momento de las prisas y los llantos. Siempre me destrozaba el corazón ver a mamá llorar, y a papá no lo había visto llorar nunca, ni tan siquiera cuando la muerte súbita de mi hermana, en la cuna. Los recuerdo al lado del ataúd pequeño y blanco, mamá deshecha en lágrimas y papá con los ojos enrojecidos. Ahora, mientras limpiaba los labios muertos de Toni, aún me justificaba pensando una y otra vez que lo que en definitiva hacíamos era, únicamente, retrasar un poco el instante de enfrentarnos con la verdad. Fue en el momento en que papá se dirigió a él con naturalidad  aparente —"Me parece que has bebido demasiado, Toni"— cuando entendí que no tenían prisa alguna por aceptar la evidencia y que aquel "me parece que has bebido demasiado, Toni" me lo dirigía más a mí que a Toni, que ya no lo podía oír, ni lo podría oír nunca más. Por eso accedí a su súplica silenciosa y, para ayudarlos a simular aquella fantasía confortable, de repente me puse en pie, cogí a Toni por los sobacos y lo levanté de la silla mientras decía: "Venga, vamos, te acompañaré a la cama. Has comido demasiado".
Cambié la recriminación de la bebida por la de la comida porque consideré qué, incluso inconscientemente, papá y mamá agradecerían que no lo tildase de borracho en aquella última ocasión. La verdad, además, es que apenas había bebido media copa de champán y, en cambio, se había comido la sopa, había repetido de cocido y, dos veces, de pollo relleno, y si no había empezado a atacar simultáneamente los barquillos y el turrón era porque de repente se había quedado seco. Con mi brazo derecho por detrás de su espalda, hasta el sobaco por donde le sujetaba, y su izquierdo alrededor de mi cuello y sujetándole la mano para que no se cayese, lo llevé a la habitación que compartíamos. Lo senté en una silla, con la cabeza sobre el escritorio, dudando si debía pasar por el trance de desnudarlo y ponerle la pijama. Pero era evidente que debía pasar por él si d de lo que se trataba era de simular con un poco de coherencia  que todo continuaba como si tal cosa. Si le metía en la cama vestido, no podríamos aparentar que no había pasado nada. Así pues, me apliqué con toda la inexperiencia de la primera vez. Sólo quien ha vestido o desnudado a un muerto sabe lo difícil que es, porque todos y cada uno de los miembros coinciden en tener lo que , con toda lógica, se denomina peso muerto, y cuando crees que por fin has metido un brazo por una manga, todo el cuerpo se decanta hacia el otro lado y tienes que calzarlo como sea —con tu pecho, con la pierna, la espalda— y seguir adelante: la otra manga, la pernera derecha, la pernera izquierda...
Salí de la habitación sudando. En el comedor me esperaban papá y mamá, con cara ansiosa,   suplicándome con los ojos que no les deshiciese aún el engaño. "Se ha quedado dormido enseguida", dije. Respiraron aliviados. "Eso es que ha comido demasiado", dijo mamá, excesivamente tensa para improvisar una opinión nueva. "Y ha bebido demasiado. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!". Era papá quien exageraba. "Si ahora duerme, después se encontrará mejor", dijo mamá. "Pero se despertará a la hora de ir a dormir y entonces por la noche no dormirá", se quejaba papá. "¿Y qué?", decía mamá, "lo importante es que ahora duerma".
Encerrado en la habitación, me quedé sentado junto a mi hermano y, como él tenía el rostro sereno, era como si aún pudiese despertar en cualquier momento y decir: "Bueno, va, basta de broma. Os lo habéis creído, ¿verdad?" Estaba en la cama, con el pijama de rayas azuladas, la mano sobre el embozo y los ojos abiertos. Tenía la piel fría. ¿Y pálida? No mucho. a las ocho y pico consideraré que ya llevaba suficiente rato allí con él. Total ¿para qué? Fue al comedor para anunciar que Toni no cenaría. Mamá levantó el dedo como si yo fuese el culpable.: "Ya te decía yo que había comido demasiado". "No es sólo lo que ha comido. ¡Una botella de champán se han bebido entre los dos!", decía papá, obsesionado en prevenirnos de los peligros del alcohol, que se habían llevado a la tumba a su hermano pequeño. Me senté y comí cuatro trozos de turrón; no tenía más hambre. Después volví a la habitación, contemplé un instante a Toni, me puse el pijama, me metí en la cama y empecé a leer. A las once y pico, papá y mamá vinieron a darnos las buenas noches. Cogidos de la mano y recortados en el rectángulo de luz de la puerta, no se decidían a entrar. Me di cuenta de que de repente se habían hecho mayores y frágiles. Nos dieron un beso. Primero a Toni y luego a mí. Mamá lo arrebujó con la manta y la sábana. A mí me hablaba bajo para o despertarlo: "Apaga la luz, que con tanta luminaria no debe poder dormir bien".
Dormí como un tronco, más horas de las que había imaginado, y cuando me desperté me desconcertó encontrar a Toni exactamente como lo había dejado. La misma postura, la misma mano sobre el embozo. Pero ¿cómo tenía que haberlo encontrado, si no? ¿Qué esperaba? ¿Que en media noche se hubiera dado la vuelta en medio de un sueño y todo hubiese resultado un delirio de Navidad? Dejé para otro día la tarea de ducharlo y le vestí enseguida, antes de vestirme yo. Los esfuerzos del día anterior para desnudarlo y ponerle el pijama se repitieron ahora para quitarle el pijama y vestirle. Quedé tan sudado que fui yo quien, acto seguido, se duchó con prisa. En el comedor, papá y mamá nos recibieron con una sonrisa que mezclaba agradecimiento e impaciencia. Mamá consideró que Toni tenía mejor aspecto.
Cada día que pasaba lo vestía y desvestía con más rapidez, y pronto conseguí que se sentase en la silla, y se levantase, con una naturalidad aceptable, y que incluso esbozase alguna sonrisa o levantase irónicamente la ceja derecha. Pasé las dos semanas de vacaciones en casa, liado con los libros de taxidermia de papá. Llevarlo al instituto fue más complicado. De entrada, la dificultad de subirlo al autobús sin que cayese a cada momento, y sin parecer que llevaba a un borracho. Pero cada día que pasaba me desenvolvía mejor. Los días peores eran aquellos en los que no encontraba asiento libre y tenía que sujetarlo todo el rato, disimuladamente, con mi brazo derecho por detrás de su espalda, aferrándolo por el sobaco, y con su brazo izquierdo alrededor de mi cuello para, asiéndole la mano izquierda, evitar que se cayera al tomar las curvas. En el instituto, primero lo llevaba a su clase y lo sentaba en su pupitre, explicaba que se había mareado y que enseguida estaría bien, y yo me iba hacia mi clase. si me preguntaban, les hablaba de los mareos que sufría desde pequeño y que ahora se le habían hecho constantes. Por fortuna, Toni había sido siempre un muchacho callado, que nunca en la vida había levantado el dedo en clase para contestar ninguna pregunta. La masificación escolar hacía el resto. Con cerca de una cincuentena de alumnos por aula, si se es discreto es fácil pasar desapercibido.
Un mediodía salí de matemáticas, corriendo para ir a buscarlo, y descubrí que no estaba. Un compañero que aún recogía sus libros, en un pupitre en la otra punta del aula, me dijo que se lo habían llevado a la enfermería. Lo encontré en una litera. El encargado de la enfermería me dijo que tendríamos que averiguar el porqué de todos esos desmayos, no fuera que tuviese anemia.
—Tendríais que hacerle una analítica.
Le dije que de acuerdo y ya no hemos vuelto a hablar del asunto. Poco a poco he ido mejorando la técnica para ducharlo y afeitarlo. Ahora subo con él al autobús y al metro con gran agilidad. A menudo se me repite un sueño: yo soy el muerto pero no lo sé, y para no violentarme, mi hermano finge que el muerto es él mientras, disimulando la verdad, me lleva de un lado a otro. Es él quien, con el brazo que me pasa por detrás de la espalda, me aguanta y me hace cumplir con las rutinas de la vida diaria. Es un sueño que me hace feliz y me ayuda a llevar adelante esta complicada vida junta que llevamos. Hubo, eso sí, un momento crítico: cuando encontró novia, Teresa, una chica que de forma especia valora en él que sepa escuchar, una actitud nada habitual en otros hombres, dice. Me pareció que no conseguiría salir adelante. Sobre todo cuando decidieron ir a vivir juntos y tuve que convencerla de los motivos inexcusables —inventados sobre la marcha— por los que yo también tenía que ir a vivir con ellos.
Seis años más tarde murió mamá y, al cabo de pocos meses, papá, que sin ella se deshizo como un helado al sol de agosto. Pensé que al haber muerto nuestros padres, por fin había llegado el momento de dejar de fingir. Pero le doy vueltas y más vueltas, y siempre acabo por no atreverme. En parte porque esta dedicación obsesiva a mi hermano, este vivir por persona interpuesta, me ha ahorrado todos estos años tenerme que relacionar demasiado con gente, tener que ser realmente yo, y en parte por Teresa, que no sé si soportaría saber la verdad.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Entrada en construcción...


Como ya pasó el año pasado, me han pedido que prepare algo para leer en la noche del terror del festival eñe (a las 23h). Lo he tenido claro, quiero leer o contar leyendas urbanas. De momento tengo está que me llegó el otro día por Wasap, aunque hay gente por aquí que asegura todavía que ha pasado de verdad. Quizá por eso:



COMUNICADO DEL ALCALDE DE MARCHAMALO

Esta tarde, alrededor de las 19:00 horas, se ha denunciado ante la Policía Local de Marchamalo un hecho que me gustaría trasladar a través de todos los canales de comunicación posibles.

Presuntamente, un hombre alto con gorro, que conducía una furgoneta de color blanco con cortinillas en los cristales traseros y varias pegatinas descoloridas y que iba fumando un puro, ha parado a la altura de un niño de 11 años y le ha invitado a subir. Para más datos, y según la declaración del niño, la matrícula puede contener tres “0” (no se ha podido precisar en qué lugar) y una “X”.

El niño ha rehusado la invitación y ha salido corriendo.

Tras conocer estos hechos, Policía Local de Marchamalo ha avisado a todos los cuerpos de policía local cercanos a nuestro municipio, alertándoles de este hecho, al igual que a la Guardia Civil y ya se ha puesto en marcha el protocolo de intervención.

Yo por mi parte he comunicado estos hechos al Sr. Subdelegado del Gobierno para que tome las medidas oportunas a este respecto.

No es mi intención alarmar, ni mucho menos, pero creo que es momento de recordar, y para evitar algún hecho desagradable, a todos los papás y a los niños que no deben nunca montar en vehículos de desconocidos y que si se identifica a una furgoneta que coincida con los datos aquí aportados, inmediatamente procedan a llamar al 112 para que la Guardia Civil o la Policía Local actúen de inmediato.

Os pido que trasladéis este comunicado a quien creáis oportuno. Gracias


También tengo el libro de Jan Harold Brunvand, que tiene tela.
De momento no lo tengo claro, por eso la entrada está en construcción. Acepto sugerencias.
Ahora mismo sólo puedo pensar en los buenos momentos que he pasado en el Círculo, como aquel día o como aquel otro.
Buenas noches y gracias Javier.

sábado, 15 de noviembre de 2014

Taller Cortázar III


Instrucciones para matar hormigas en Roma

Las hormigas se comerán a Roma, está dicho. Entre las lajas andan; loba, ¿qué carrera de piedras preciosas te secciona la garganta? Por algún lado salen las aguas de las fuentes, las pizarras vivas, los camafeos temblorosos que en plena noche mascullan la historia, las dinastías y las conmemoraciones. Habría que encontrar el corazón que hace latir las fuentes para precaverlo de las hormigas, y organizar en esta ciudad de sangre crecida, de cornucopias erizadas como manos de ciego, un rito de salvación para que el futuro se lime los dientes en los montes, se arrastre manso y sin fuerza, completamente sin hormigas.

Primero buscaremos la orientación de las fuentes, lo cual es fácil porque en los mapas de colores, en las plantas monumentales, las fuentes tienen también surtidores y cascadas color celeste, solamente hay que buscarlas bien y envolverlas en un recinto de lápiz azul, no de rojo, pues un buen mapa de Roma es rojo como Roma. Sobre el rojo de Roma el lápiz azul marcará un recinto violeta alrededor de cada fuente, y ahora estamos seguros de que las tenemos todas y que conocemos el follaje de las aguas.

Más difícil, más recogido y silencioso es el menester de horadar la piedra opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender a fuerza de paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una vigilia enamorada junto a los vasos imperiales, hasta que de tanto susurro verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las direcciones, las confluencias, las otras calles, las vivas. Y sin dormir seguirlas, con varas de avellano en forma de horqueta, de triángulo, con dos varillas en cada mano, con una sola sostenida entre los dedos flojos, pero todo esto invisible a los carabineros y a la población amablemente recelosa, andar por el Quirinal, subir al Campodoglio, correr a gritos por el Pincio, aterrar con una aparición inmóvil como un globo de fuego el orden de la Piazza della Essedra, y así extraer de los sordos metales del suelo la nomenclatura de los ríos subterráneos. Y no pedir ayuda a nadie, nunca.

Después se irá viendo cómo en esta mano de mármol desollado las venas vagan armoniosas, por placer de aguas, por artificio de juego, hasta poco a poco acercarse, confluir, enlazarse, crecer a arterias, derramarse duras en la plaza central donde palpita el tambor de vidrio líquido, la raíz de copas pálidas, el caballo profundo. Y ya sabremos dónde está, en qué napa de bóvedas calcáreas, entre menudos esqueletos de lémur, bate su tiempo el corazón del agua.

Costará saberlo, pero se sabrá. Entonces mataremos las hormigas que codician las fuentes, calcinaremos las galerías que esos mineros horribles tejen para acercarse a la vida secreta de Roma. Mataremos las hormigas con sólo llegar antes a la fuente central. Y nos iremos en un tren nocturno huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundidos con soldados y con monjas.


Después de esta historia casi apocalíptica en la que Cortázar busca exterminar a las hormigas en Roma os propongo que inventéis vuestras instrucciones para exterminar lo que os apetezca, incluidas las hormigas. Hoy toca Roma porque Juan está en Roma y me mandó esta foto.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Curso de relatos con Quim Monzó IV


El relato que os traigo hoy se titula "La fe". No os cuento más:

-Quizá es que no me quieres.

-Te quiero.
-¿Cómo lo sabes?
-No lo sé. Lo siento. Lo noto.
-¿Cómo puedes estar tan seguro de que lo que notas es que me quieres y no otra cosa?
-Te quiero porque eres diferente a todas las mujeres que he conocido en mi vida. Te quiero como nunca he querido a nadie, y como nunca podré querer. Te quiero más que a mí mismo. Por ti daría mi vida, me dejaría despellejar vivo, permitiría que jugasen con mis ojos como si fuesen canicas. Que me tirasen a un mar de salfumán. Te quiero. Quiero cada pliegue de tu cuerpo. Me basta mirarte a los ojos para ser feliz. En tus pupilas me veo yo, pequeñito.
Ella mueve la cabeza inquieta.
-¿Lo dices de verdad? Oh, Raül, si supiese que me quieres de veras, que te puedo creer, que no te engañas sin saberlo y por lo tanto me engañas a mí... ¿De verdad me quieres?
-Sí. Te quiero como nadie ha sido capaz de querer nunca. Te querría aunque me rechazaras, aunque no quisieras ni verme. Te querría en silencio, a escondidas. Esperaría que salieses del trabajo nada más que para verte de lejos. ¿Cómo es posible que dudes de que te quiero?
-¿Cómo quieres que no dude? ¿Qué prueba tengo, real, de que me quieres? Tú dices que me quieres, sí. Pero son palabras, y las palabras son convenciones. Yo sé que te quiero mucho. Pero ¿cómo puedo tener la certeza de que tú me quieres a mí?
-Mirándome a los ojos. ¿No eres capaz de leer en ellos que te quiero de verdad? Mírame a los ojos. ¿Crees que podrían engañarte? Me decepcionas.
-¿Te decepciono? No será mucho lo que me quieres si te decepcionas por tan poco. ¿Y todavía me preguntas por qué dudo de tu amor?
El hombre la mira a los ojos y le coge las manos.
-Te quiero. ¿Me oyes bien? Te q u i e r o.
-Oh, «te quiero», «te quiero»... Es muy fácil decir «te quiero».
-¿Qué quieres que haga? ¿Que me mate para demostrártelo?
-No seas melodramático. No me gusta nada ese tono. Pierdes la paciencia enseguida. Si me quisieras de verdad no la perderías tan fácilmente.
-Yo no pierdo nada. Sólo te pregunto una cosa: ¿qué te demostraría que te quiero?
-No soy yo la que tiene que decirlo. Tiene que salir de ti. Las cosas no son tan fáciles como parecen. -Hace una pausa. Contempla a Raül y suspira-. Quizá sí tendría que creerte.
-¡Pues claro que tienes que creerme!
-Pero ¿por qué? ¿Qué me asegura que no me engañas o, incluso, que tú mismo estás convencido de que me quieres pero en el fondo del fondo, sin tú saberlo, no me quieres de verdad? Bien puede ser que te equivoques. No creo que obres de mala fe. Creo que cuando dices que me quieres es porque lo crees. Pero ¿y si te equivocas? ¿Y si lo que sientes por mí no es amor sino afecto, o algo parecido? ¿Cómo sabes que es amor de verdad?
-Me aturdes.
-Perdona.
-Yo lo único que sé es que te quiero y tú me desconciertas con preguntas. Me hartas.
-Quizá es que no me quieres.



El ejercicio de hoy se titulará: "¿Me quieres?" o "¿Me crees?" y tendrá que tratar, inevitablemente, de las profecías que incluyen nuestras palabras y de lo que ocurre cuando se cumplen, cuando no y cuando no se sabe lo que va a pasar.