lunes, 24 de diciembre de 2007
Cuento de Navidad
(El ejercicio de hoy es muy sencillo, escribir un cuento de navidad. Como ejemplo la versión escrita y visual del cuento de navidad de Auggie Wren, de Paul Auster que aparece en la Película Smoke).
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.
No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.
Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
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Este relato se recogió de la boca de un pastor alemán marrón a las puertas del Centro Comercial Alcalá Magna de Alcalá de Henares el 18 de noviembre de 2006.
CUENTO DE NAVIDAD
Mi nombre es David O´Selznick, durante treinta y dos años he trabajado para el Departamento de Física Aplicada de la Universidad Politécnica de Madrid, en concreto para el Proyecto Albert. El Proyecto Albert consistía en la búsqueda de medios para transformar la masa en energía pura y en este estado desplazarla de manera íntegra a cualquier punto del espacio donde la energía se debería reestructurar en la masa original. En definitiva, ya que el tiempo es función de la masa y el espacio, y la masa está relacionada de manera directa con la energía, lo que pretendíamos era encontrar una manera de viajar en el tiempo.
El 3 de agosto de 2056 se probó con éxito un primer prototipo que logró mandar a nuestro perro Zaplana a recoger el que sería el periódico del martes siguiente. Que de ser posible viajar en el tiempo era posible viajar al futuro era para mi y mi equipo, como físicos, evidente pero cual fue nuestra sorpresa cuando al mandar a Zaplana al martes pasado este volvió con una edición del diario La Razón. Este hecho nos demostró dos cosas, que el Universo se plegaba sobre si mismo y por lo tanto también era posible viajar al pasado, y que Zaplana no tenía ningún criterio comprando prensa, tal vez el hecho de que fuera un perro influyera.
Nuestro código ético (y nuestro contrato con la universidad) nos impedía, de lograr los objetivos, el mandar personas al futuro. Cierto que el conocer los desastres del futuro nos podría permitir trabajar en el presente a cerca de los mismos y por lo tanto evitar la desgracia y el sufrimiento de millones de personas pero, sinceramente, los seres humanos ya predecíamos los desastres del futuro desde principios de siglo sin necesidad del Proyecto Albert y nunca se hizo nada para remediarlos. Que se lo pregunten a los primeros científicos que hablaron del efecto invernadero o del cambio climático, seguro que no necesitaban de un viaje en el tiempo para deducir que a 12 de agosto de 2056 el salir a la calle sin gafas de sol puede dejarte literal y clínicamente ciego.
Era mucho más probable que nuestro proyecto, si algún día salía a la luz, se empleara para utilizar información privilegiada de estados o mercados de valores, o simplemente para acertar los números de la lotería, que para nada bueno. Pero los viajes al pasado nos abrían un campo diferente e inmenso de posibilidades. Si se realizaban con cuidado no tenían porque ocasionar problemas y no pasarían de ser meras lecciones de historia. Ni que decir tiene que nadie estaría tan loco como para alterar el pasado, ya que cualquier variación de este era un juego de azar que podía acabar con la existencia incluso del propio viajero en el tiempo.
Cerramos los detalles para el primer viaje humano al pasado el 5 de agosto de 2056. Tras barajar varios posibles destinos como la primera proyección cinematográfica en París o la primera representación de Romeo y Julieta en Inglaterra, decidí que se viajaría a Belén al día del nacimiento de Jesús de Nazaret. Yo, como director del proyecto, sería el único viajero al pasado en esta experiencia experimental. Tal vez influyó en la elección de mi destino esa duda que a todos los científicos católicos de occidente siempre nos ha consumido de cuanto hay de cierto y cuanto de leyenda en la vida de Jesucristo.
Llegué desconcertado y dolorido al año 0 d. C. Todos los equipos indicaban que el experimento había sido un éxito, me hallaba en el espacio y tiempo elegidos. Estaba relativamente intacto, vestido con las ropas de la época que me había puesto en el laboratorio, en una pequeña loma rodeado de olivos. Era de noche pero una luz potentísima brillaba a unos dos kilómetros de allí. Era sin duda la estrella de Belén, me encaminé ansioso a dónde se encontraba.
Cual fue mi sorpresa cuando al llegar al lugar descubrí que la luz no era si no un foco de grandes dimensiones. Volví a consultar las cifras de mis equipos, todo era correcto. Corrí hacia una especie de casa baja a la que el foco alumbraba. El corazón me dio un vuelco al descubrir a un tipo vestido de rey y con la cara claramente pintada de negro agarrando a un niño por la pierna izquierda que lloraba boca abajo mientras otro tipo disfrazado de ¡Papa Noel! al que con los esfuerzos se le estaba cayendo la barba postiza agarraba al niño por la otra pierna.
Los que parecían ser los padres del niño miraban la escena con espanto mientras eran sujetados por dos gorilas de casi dos metros de alto mientras dos tipos vestidos de traje y corbata les gritaban cuando no se gritaban entre ellos. Lo entendí todo cuando al girarse violentamente reconocí a uno de aquellos tipos. Se trataba de Henry Solzmeyer, gerente de la compañía Coca Cola en el año del que yo procedía.
A principios del siglo veintiuno la compañía Coca Cola “llevó a juicio” a Papa Noel en Estados Unidos. Ellos consideraban, no sin razón, que Papa Noel había sido creación suya y que por lo tanto la compañía debía percibir derechos de autor de cada una de sus acciones. Después de varios años de juicios y recursos los tribunales de dieron la razón a Coca Cola lo que degeneró en que la compañía se convirtió literalmente en la propietaria de las navidades de gran parte del mundo. Ningún niño podía escribir una carta a Santa Claus, o recibir un regalo sin que sus padres pagaran el perceptivo canon a Coca Cola (o la correspondiente multa por infringir la ley). Esto provoco grandes migraciones de los Estados Unidos, muchos ciudadanos descubrieron en aquel momento en que se había convertido su país, mientras Coca Cola se transformaba en la empresa más importante y poderosa a nivel mundial desbancando a Microsoft. Tarde. Estados Unidos ya hacía varios años que había impuesto su modelo de sociedad, a golpe de dólar o a golpe de bala, al resto del mundo. Poco después en España, el país en el que yo estudiaba por aquel entonces, el Corte Inglés compraba los Reyes Magos. Desde aquello la Navidad perdió el poco sentido que le quedaba para pasar a ser una fiesta que se celebraba en los centros comerciales. Tampoco ayudo demasiado la desidia de la Iglesia Católica que permanecía callada mientras recibía importantes comisiones de todos los bandos por el uso de los iconos originales de la Navidad.
No sabía cómo o cuándo pero aquellas empresas habían conseguido la tecnología del Proyecto Albert y la estaban utilizando para quedarse con el niño Jesús. Y era legal. El mundo entero, ante los increíbles avances de la ciencia promulgo una ley global que venía a decir algo así como que “el primero que llega se lo queda”. Esta ley que había nacido para poner fin a las disputas territoriales de la conquista interplanetaria fue utilizada por la empresas para cosas como las que estaba presenciando. Puta globalización.
Después de vomitar a un lado por el nerviosismo y el cargo de conciencia (aquella escena dantesca que estaba presenciando era responsabilidad mía) decidí volver al laboratorio.
No ha sido difícil borrar todo rastro del Proyecto Albert y por lo tanto evitar que los ejecutivos de Coca Cola y el Corte Inglés lucharan a muerte por robar al niño Jesús supongo que para alguna estúpida campaña de publicidad. Lo que no sabemos y no podemos solucionar es en que punto la humanidad asumió la Navidad como lo que es hoy en día. Por lo tanto, antes de destruir el Proyecto Albert, hemos enviado a Zaplana con esta carta a cada una de las Navidades y a cada uno de los países desde el año 1980 hasta el 2055.
Créanme, porque en definitiva es la fe lo que deben recuperar para que esto vuelva a ser lo que era. Créanme, les habla el fantasma de las navidades futuras, no necesitan tener más fe en lo que les cuento que la que tienen en un gordo con unos renos que vuela por el cielo. Porque en nuestros libros de historia aparece una frase preciosa que ustedes decían “otro mundo es posible”. Empiecen por la Navidad, porque por algún sitio hay que empezar.
Mi perro se llama Pepiño, yo también le mande a por el periódico, concretamente a por El Mundo, haber si asi me enteraba por fin de lo del 11M, pués se lo había pedido a los reyes, de quien eran los autores de la matanza de tantos inmigrantes que habían venido a trabajar a España. La sorpresa fue que PePiño me trajo el periódico " Público ", menoS mal que era Domingo y regalaban con él un dvd de Mortadelo y Filemón. Me puse a ver el DVD y asi volver a mi infancia. La risa broto en mi cara y al finalizar me di cuenta, que los servicios secretos españoles, son en realidad la TIA y no el CNI. Con lo que me tranquilice al darme cuenta que estabamos en manos de gente honesta, seria y preparada.
Hoy es Martés 8, por fin acabarón las navidades, por fin todo el mundo vuelve a ser malo y a pisar al de al lado. ¡ ummm ! que sensación más grata el no tener que desear cosas falsas a personas que detestas o te importan un pimiento.
¡ La Navidad ha muerto !, ¡ Viva la Navidad !.
BRAGAOMEANO.
FE DE ERRATAS
¡Madre mía, madre mía, BRAGAOMEANO! Con un simple “no me ha gustado” me hubiera dado por enterado.
No era mi intención herir sensibilidades así que para aliviar la crispación voy a redactar una carta de disculpas. Desde aquí quiero pedir perdón, en primer lugar a Zaplana, por ponerle su apellido como nombre a un perro, juro que no era un símil. No se me ocurría otro nombre para el chucho. Quiero también pedir perdón (aunque este muerto) a David O´Selznick, el productor de Lo que el Viento se Llevó, por utilizar su nombre para dar vida a un físico, seguro que no le hubiera sentado bien, todos sabemos que la gente de ciencias es escoria. Pido perdón a la gente de ciencias. Me disculpo también con el Diario La Razón, El Mundo, etc. porque yo sé que todo lo que dicen lo dicen desde el cariño y que no se inventan nada de lo que escriben y que tienen un montón de gente investigando por ahí un montón de temas de manera objetiva, y que si siempre van contra los mismos es por pura mala suerte. Perdón a todos los diarios objetivos. Quiero disculparme también con Jiménez Losantos porque, aunque no sale mencionado en el cuento, se que mucha gente ha pensado que el hombre disfrazado de Papa Noel era él. Sinceramente quiero limar asperezas con los directivos y accionistas de Coca Cola y el Corte Inglés que tanto hacen, no solo por la Navidad, sino por el día de la madre, del padre, de los enamorados, la vuelta al cole y la mujer trabajadora, y que no pretenden ganar dinero con nada de lo que hacen sino que todos los niños (que se lo puedan pagar) tengan un regalo el día de reyes, todas las madres un regalo el día de la madre, etc. Te ruego que me perdones Guillermo Puertas porque tu no ejerces un monopolio con Microsoft (que sabrán los tribunales y los jueces de informática) tu sabes que tus productos informáticos son los mejores y se los impones a la gente eliminando a la competencia del mercado por su bien. Que me perdone el pueblo norteamericano en general, tenemos tanto que aprender de vosotros y vuestros dirigentes. Pero sobre todo quiero pedir perdón a la Iglesia Católica Apostólica y Romana porque cuando me mandaron a tomar viento después de muchos años trabajando de manera altruista para ellos porque “o tragaba o puerta” lo hacían por mi buena salud mental y la de aquellos niños que debían saber que la verdad es que los homosexuales son enfermos y que en la declaración de la Renta hay que marcar la casilla de la Iglesia que hace muchas cosas buenas. Aquellos curas si que eran buena gente y si que sabían lo que era la Navidad aunque sus hijos las tuvieran que pasar solos. Mil perdones. Creo que están todos, si alguien más se sintió ofendido mis mas sinceras disculpas.
Y espero que nadie más levante la voz (yo por lo menos visto lo visto no lo haré) para que la gente no despierte de ese sueño dónde la Navidad es cenar cordero y regalar colonias, pillarse buenas cogorzas y aparentar ser bueno en vez de esforzarse por serlo. Porque en el mundo no hay gente mala y si la hay no hay que increparla ni molestarla porque se romperá la fantasía. Y si el niño Jesús nació en un pesebre entre mierda de burro porque era pobre y no tenía para cenar cordero ni para regalarle una triste colonia a la virgen Maria que se joda, y si algún día viene a secuestrarle Papa Noel o los Reyes Magos le estará bien empleado.
P.D. Los se dedican a pisar cabezas que sepan que no tienen porque parar en Navidad, que un punto de contrición da a un alma la salvación y que con arrepentirse dos segundos antes de palmarla como el cabrón de Don Juan Tenorio es más que suficiente para no ir al infierno. Así que ánimo, duro y a la cabeza.
A mi si me ha gustao tu cuento, al que parece que no le ha gustado el mio, me parece que es a usted señor David Ruiz. Lo único que he hecho es darle la vuelta al suyo, para demostrar que las cosas no son de un solo color. Pero si le ha ofendido le pido disculpas.
Supongo que con su cuento parte 2, como no ha dejado titere con cabeza, habra alguno que lea sus opiniones que no le guste.
¡ Un saludo ¡
P.D: Y siga escribiendo por favor en este blog, que me da mil vueltas escribiendo para disfrute mio y de todos lo que entran aquí buscando buena literatura.
BRAGAOMEANO.
NAVIDAD, NAVIDAD ¿DULCE NAVIDAD?
Por fin se acaban las navidades, esos días de alegría, felicidad, festejos, celebraciones... pero sobre todo de terror. Ya empezaron mal y acaban como empezaron, o quizás peor, siendo víctima del pánico. Pero lo peor de todo es que nadie me comprende, me siento solo y siento que nada puedo hacer.
Todo empezó el veinticuatro de diciembre. Como todos los años yo me preparé, luché y creo que hasta conseguí engañarles. Pero éstos son los fáciles y todos los años lo consigo.
El carbonero vasco, que se llama olontxelo, o algo así, no me preocupa ya que no suele venir por estas tierras. Menos mal, porque siempre va manchado de carbón, principalmente manos y cara, y dejaría todo hecho un cristo.
Quién sí aparece por estas tierras es un gordo vestido de rojo y blanco y que tiene distintos nombres: Santa Claus, Papa Noel, San Nicolas y otros tantos ¡Ni que estuviese buscado por la CIA, CESIC y similares! Sin embargo conozco sus antecedentes, sobre todo su preferencia a entrar por una chimenea que no poseo, al igual que sé que no es partidario de entrar en casas en las que haya gente despierta y pueda descubrir su identidad, así que no tuve más que pasarme toda la noche en vela, con todas las luces encendidas, con la radio y la televisión puestas a volumen alto. Todo ello fue suficiente para que mi casa no fuese una de las elegidas por este ser.
Pero lo peor es hoy, día cinco de enero. Como todos los años intento evitarlos pero ellos sí que entran en todas las casas. Dicen que vienen de oriente, sin embargo no tienen pinta de orientales, cosa bastante sospechosa. Además son tres y mientras controlas los movimientos de uno los otros dos campan a sus anchas... Por no hablar de los camellos, unos seres extraños, con esas jorobas, que esperan a sus dueños mientras se comen las plantas.
Ahora estoy bajo la cama. Las medidas que tomé contra el gordo no han funcionado. También he llamado a la policia, pero no sólo no me han hecho caso sino que encima se han carcajeado de mí, tras insistir que tres hombres han allanado mi casa, tres desconocidos a los que no conozco de nada y que encima van con toda tranquilidad andando por mi casa... No sé cuánto aguantaré pues si hay pelea pierdo en número y no sé a quién más pedir ayuda.
Parecen que se van... Como todos los años no se llevan nada y encima dejan paquetes sospechosos en el salón. Por si acaso explotan intentaré bajarlos al contenedor dentro de un rato, cuando se hayan alejado y no puedan volver aprovechando que la casa se queda vacía. Eso sí, hay que llevárselos con sumo cuidado no sea que cual vibración brusca me depare lo peor...
Sólo me queda esperar otro año para volver a vivir el terror que me invade. Confio en encontrar la fórmula para despistarlos y que no vuelvan a entrar en mi casa. En cuanto regrese del contenedor me pongo manos a la obra.
otro cuento de navidad y nada menos de Millas:
http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/millas/articuento193.htm
ritores/millas/articuento193.htm
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