lunes, 17 de agosto de 2015

Momentos estelares de la humanidad


Mi cronista favorito de momentos estelares de la humanidad es Galeano, sobre todo desde su Memoria del fuego, pero Stefan Zweig tampoco está mal, aunque su estilo es muy distinto. Zweig, novelista apasionado por los personajes y sus sentimientos, se extiende más que en los relatos de Galeano, que son casi microrrelatos de un periodista lúcido con ganas de abarcarlo todo. De hecho, cuando una de las "miniaturas" de Zweig crecía mucho, acababa como pieza independiente, como ocurrió con su Magallanes.

La segunda historia que cuenta Zweig en su obra es la caída de Bizancio con Constantino luchando como uno más por defender la ciudad. El momento cumbre es éste:


Kerkaporta, la puerta olvidada:
A la una de la madrugada, el sultán da la señal para comenzar el ataque. Agitando los estandartes y al grito de ¡Alá!, repetido por tres veces, cien mil hombres se lanzan con armas, escalas de cuerda y garfios contra las murallas, mientras suenan simultáneamente charangas, címbalos, y atabales, mezclando sus estridentes tonos al terrible griterío de los combatientes y al tronar de los cañones. Despiadadamente son lanzadas de momento contra los muros las tropas bisoñas, los bachibozucos, cuyos cuerpos semidesnudos, según los planes del sultán, han de servir, hasta cierto punto, de víctimas propiciatorias, sin otro objeto que el de cansar y debilitar las fuerzas del enemigo antes de que las tropas escogidas entren en acción para el asalto definitivo. Con centenares de escalas corren en la oscuridad estos soldados adelantados, suben por las almenas, caen rechazados por heroica defensa de los sitiados, pero vuelven a subir una y otra vez, pues saben que les está cortada la retirada: tras ellos, que sólo son deleznable material humano, destinado al sacrificio, van las tropas escogidas, encargadas de empujarlos hacia una muerte casi segura. Los sitiados siguen todavía resistiendo, pues las incontables flechas y piedras no penetran en sus cotas de malla. Pero su verdadero peligro -Mohamed lo ha calculado bien- está en el cansancio. Forzados a combatir con su pesado armamento contra las cada vez más agobiantes tropas ligeras, que saltan continuamente de un punto de ataque a otro, consumen en forma agotadora buena parte de sus fuerzas. Y cuando, al cabo de dos horas de lucha, empieza a apuntar el alba y entran en batalla los anatolios, la batalla resulta más peligrosa aún para los cristianos. Estos anatolios son guerreros disciplinados, bien adiestrados, provistos también de cotas de malla, pero, sobre todo, lo importante es que son superiores en número y que están completamente descansados, mientras los defensores tienen que atender ora un lugar, ora otro, para protegerlo contra los asaltantes. Sin embargo, los turcos son repelidos, de tal manera, que el sultán tiene que echar mano de sus últimas reservas, los jenízaros, la flor y nata de sus tropas, lo más escogido del ejército otomano. Se pone en persona a la cabeza de estos doce mil jóvenes y aguerridos soldados, los mejores que Europa conoce a la sazón, y prorrumpiendo en un solo grito se lanzan contra los exhautos adversarios. Es más que hora de que suenen las campanas de la ciudad llamando a los últimos hombres útiles o semiútiles para que acudan a las murallas, y de que los marinos salgan de sus barcos, pues ahora sí que se ha entablado la batalla decisiva. Con desesperación de los defensores, una piedra lanzada con honda hiere gravemente al caudillo de las tropas genovesas, el arrojado condotiero Giustiniani, que tiene que ser transportado a un barco. Aquella desgracia hace que se tambalee momentáneamente la energía combativa de los defensores. Pero entonces aparece el emperador, que trata de evitar que el enemigo penetre en la ciudad. Y otra vez consiguen hacerle retroceder. La decisión se enfrenta a la desesperación, y durante un instante aún parece que Bizancio se va a salvar; la más extrema desesperación ha conseguido repeler el más feroz de los ataques. Pero entonces acontece una trágica casualidad, uno de esos enigmáticos incidentes que a veces provoca la Historia en sus inescrutables resoluciones.
Ocurre algo incomprensible. Por una de las múltiples brechas de las murallas exteriores han entrado unos cuantos turcos, no lejos del lugar donde se desarrolla lo más fuerte de la lucha, y no se atreven a atacar la muralla interior. Mientras, curiosos y sin ningún plan determinado, vagan por el espacio que media entre la primera y la segunda muralla de la ciudad, descubren que una de las puertas menores del muro interno, la llamada Kerkaporta, ha quedado abierta por un incomprensible descuido. Se trata de una pequeña puerta por la cual entran los peatones en tiempos de paz durante las horas que permanecen cerradas las mayores, y precisamente porque carece de la menor importancia militar se olvidó su existencia durante la excitación general de la última hora. De momento sospechan los jenízaros que se trata de un ardid de guerra, ya que no conciben por absurdo que mientras ante cada brecha y cada puerta de la fortificación yacen amontonados millares de cadáveres, corre el aceite hirviendo y vuelan las javalinas, se les ofrezca allí libre acceso, en dominical sosiego, por esta puerta, la Kerkaporta, que conduce al corazón de la ciudad. Por lo que pudiera ocurrir, piden refuerzos, y, sin hallar ninguna resistencia, la tropa penetra en el interior de Bizancio, atacando por detrás a sus defensores, que jamás hubieran sospechado tamaño desastre. Unos cuantos guerreros descubren a los turcos detrás de las propias filas y de un modo aterrador surge el grito que en cualquier batalla resulta más mortífero que todos los cañones, sea o no la divulgación de un falso rumor: "¡La ciudad ha sido tomada!" Los tucos repiten aquellas terribles palabras con estentóreas voces de triunfo tras las líneas de los sitiados: "¡La ciudad está tomada!, y este grito acaba con la resistencia. Las tropas, que se creen traicionadas, abandonan sus puestos, para salvarse a tiempo acogiéndose a los barcos. Resulta inútil que Constantino, con algunos incondicionales, haga frente a los atacantes. Como otro combatiente cualquiera, cae en el fragor de la batalla, y ha de llegar el día siguiente para que, por su purpúreo calzado, que ostenta un águila de oro, se pueda reconocer entre los apilados cadáveres de los heroicos defensores de Bizancio al último emperador que honrosamente dio su vida, perdiendo al mismo tiempo con ella el Imperio Romano de Oriente. Un hecho insignificante, el que la Kerkaporta, la puerta olvidada, estuviese abierta, decidió el rumbo de la Historia.

Ahora caigo en el homenaje que le hizo Asimov a Zweig con el título de su obra Momentos estelares de la ciencia. No me había fijado hasta hace unos días y eso que la de Asimov la leí hace muchísimo, pero así es la vida, no basta con ver. También hay que mirar y pensar y a veces es necesario esperar, en ocasiones, mucho.

El ejercicio de hoy será que contéis vuestro momento estelar de la humanidad con vuestro estilo.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Toda escritura es una mezcla de lo que somos, sentimos e imaginamos: Nuestra propia lógica errónea, nuestra mezcla de vanidades, rabias, amores e intuiciones; con atisbos de realidad, de una realidad vista solo por nuestros ojos. Todo vale, menos la indiferencia, aunque la forma sea puro pose. Y los personajes históricos son vistos desde nuestra propia óptica. También soñamos en cambiar la historia: ¿Qué hubiéramos hecho de ser nosotros el Emperador Carlos? Habríamos cambiado el mundo. Pero la realidad es la que es, y solo podemos influir mínima y lateralmente en el tiempo que nos toca vivir.
jemart

Anónimo dijo...

La misma historia, pero con otros personajes:
Mientras iba al trabajo en el vagón del tren, Pablo pensaba en sus sentimientos y su vida, los comparaba con los sentimientos que reflejaban las caras de los otros pasajeros. Buscaba en los rostros, que conseguía ver con nitidez, sentimientos y sensaciones comunes. Solía mirar dos asientos por delante, un rostro claro, generalmente de una hombre mirando por la ventana, con la vista perdida. Pablo imaginaba los pensamientos de los otros, y trataba de comprarlos con los suyos; buscaba la similitud. Sentimientos posiblemente inducidos por el aburrimiento de traqueteo del tren, que venían a su cabeza empujados por la soledad de estos momentos. Como el sentimiento de impotencia contra el transcurso del tiempo, el de ir perdiendo, poco a poco, por la irremediable vejez, la cercanía comunicativa con su madre. También pensaba, en los continuos cambios producidos en su vida; como la marcha de sus hijos, inevitable, aun sabiendo que era ley de vida, para que ellos puedan montar las suyas. Buscaba el reflejo de estos sentimientos en esa mirada perdida de otros pasajeros. Se cuestionaba sobre la utilidad de los años dedicados a la crianza de sus hijos, si habían valido la pena. De igual forma, le venía a la cabeza los temas académicos y laborales: Si había acertado con la elección de su carrera, o si hubiera sido mejor y más útil y provechoso haber elegido otra. Recordaba sus dudas laborales, como la de aquella oportunidad rechazada y perdida; si no debería de haber cambiado de trabajo cuando lo tenía más fácil. Si hizo bien en casarse con su actual mujer. Todos estos pensamientos y sentimiento le venían cuando miraba los rostros de los otros pasajeros. Sentía más afinidad con unos que con otros, por su propia personalidad, posiblemente por su parecido en edad y estatus social, reflejado también en los atuendos que llevaban. Pablo se cuestionaba sobre las decisiones tomadas en el transcurso consciente de su vida, si en todos estos casos, había hecho un uso acertado de su intuición.
Por otra parte, sabía que su mirada sobre la vida, nunca sería igual que la óptica y miradas de los otros pasajeros, incluso si hablaban el mismo idioma. También era consciente de lo común de la vida, a pesar de la aparente indiferencia al cruzarse ojeadas entre pasajeros. Siempre habría sentimientos y pensamientos comunes.
¿Qué hubiera pasado si se hubiera casado con Ana? ¿Qué carácter tendrían ahora sus hijos? Posiblemente viviría en este mismo año y en esta misma ciudad: Su propio estatus social y económico, no habrían sufrido tantos cambios, ya que él no se consideraba una persona ambiciosa. Pero siempre acababa con la misma idea de inmutabilidad: Pensaba que aunque su vida hubiera tomado otros derroteros, ese mismo tren en que ahora viajaba, seguiría traqueteado con igual desidia, los horarios de RENFE serían los mismos, y lo que se vería por la ventanilla, no habría cambiado mucho. Todo sería muy parecido.
jemart