viernes, 7 de agosto de 2015

Momentos estelares de la ciencia


Cuando era un chaval disfruté mucho con Momentos estelares de la ciencia de Isaac Asimov. Mi admirado Asimov reune en este pequeño volumen la historia de hechos cruciales para la ciencia en capítulos encabezados por personajes como Copérnico, Galileo, William Harvey, etc. El libro empieza con el legendario Arquímedes:



Capítulo 1 
ARQUÍMEDES 

Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma. Lo cierto es que el anciano, griego por más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército romano... y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo. El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes. Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia adelante gigantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes. Se dice que cuando los romanos —que, como dijimos, asediaban la ciudad— vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela. Y es que Arquímedes era diferente de los científicos y matemáticos griegos que le habían precedido, sin que por eso les neguemos a éstos un ápice de su grandeza. Arquímedes les ganaba a todos ellos en imaginación. Por poner un ejemplo: para calcular el área encerrada por ciertas curvas modificó los métodos de cómputo al uso y obtuvo un sistema parecido al cálculo integral. Y eso casi dos mil años antes de que Isaac Newton inventara el moderno cálculo diferencial. Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incómodos, quizá habría ganado a Newton por dos mil años. Arquímedes aventajó también a sus precursores en audacia. Negó que las arenas del mar fuesen demasiado numerosas para contarlas e inventó un método para hacerlo; y no sólo las arenas, sino también los granos que harían falta para cubrir la tierra y para llenar el universo. Con ese fin inventó un nuevo modo de expresar cifras grandes; el método se parece en algunos aspectos al actual. Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho: aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana. Todos los matemáticos griegos anteriores a Arquímedes —Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides— concibieron las matemáticas como una entidad abstracta, una manera de estudiar el orden majestuoso del universo, pero nada más; carecía de aplicaciones prácticas. Eran intelectuales exquisitos que despreciaban las aplicaciones prácticas y pensaban que esas cosas eran propias de mercaderes y esclavos. Arquímedes compartía en no pequeña medida esta actitud, pero no rehusó aplicar sus conocimientos matemáticos a problemas prácticos. Nació Arquímedes en Siracusa, Sicilia. La fecha exacta de su nacimiento es dudosa, aunque se cree que fue en el año 287 a. C. Sicilia era a la sazón territorio griego. Su padre era astrónomo y pariente de Hierón II, rey de Siracusa desde el año 270 al 216 a. C. Arquímedes estudió en Alejandría, Egipto, centro intelectual del mundo mediterráneo, regresando luego a Siracusa, donde se hizo inmortal. En Alejandría le habían enseñado que el científico está por encima de los asuntos prácticos y de los problemas cotidianos; pero eran precisamente esos problemas los que le fascinaban a Arquímedes, los que no podía apartar de su mente. Avergonzado de esta afición, se negó a llevar un registro de sus artilugios mecánicos; pero siguió construyéndolos y a ellos se debe hoy día su fama. Arquímedes había adquirido renombre mucho antes de que las naves romanas entraran en el puerto de Siracusa y el ejército romano pusiera sitio a la ciudad. Uno de sus primeros hallazgos fue el de la teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca. Imaginemos una viga apoyada sobre un pivote, de manera que la longitud de la viga a un lado del fulcro sea diez veces mayor que el otro lado. Al empujar hacia abajo la viga por el brazo más largo, el extremo corto se desplaza una distancia diez veces inferior; pero, a cambio, la fuerza que empuja hacia abajo el lado largo se multiplica por diez en el extremo del brazo corto. Podría decirse que, en cierto sentido, la distancia se convierte en fuerza y viceversa. 
Arquímedes no veía límite a este intercambio que aparecía en su teoría, porque si bien era cierto que un individuo disponía sólo de un acopio restringido de fuerza, la distancia carecía de fronteras. Bastaba con fabricar una palanca suficientemente larga y tirar hacia abajo del brazo mayor a lo largo de un trecho suficiente: en el otro brazo, el más corto, podría levantarse cualquier peso. «Dadme un punto de apoyo», dijo Arquímedes, «y moveré el mundo.» El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eligió una nave que había en el dique y pidió que la cargaran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas. Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiró de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave. Hierón estaba ahora más que dispuesto a creer que su gran pariente podía mover la tierra si quería, y tenía suficiente confianza en él para plantearle problemas aparentemente imposibles. Cierto orfebre le había fabricado una corona de oro. El rey no estaba muy seguro de que el artesano hubiese obrado rectamente; podría haberse guardado parte del oro que le habían entregado y haberlo sustituido por plata o cobre. Así que Hierón encargó a Arquímedes averiguar si la corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende. Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese añadido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transformarla en una masa compacta. Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resignación mientras se sumergía en una tinaja llena y observaba cómo rebosaba el agua. De pronto se puso en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que desplazaba. ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica. Arquímedes no pudo esperar: saltó de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gritando una y otra vez: «¡Lo encontré, lo encontré!» Sólo que en griego, claro está: «¡Eureka! ¡Eureka!» Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubrimiento feliz. Llenó de agua un recipiente, metió la corona y midió el volumen de agua desplazada. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. El oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero, lo cual le daba un volumen mayor y hacía que la cantidad de agua que rebosaba fuese más grande. El rey ordenó ejecutar al orfebre. Arquímedes jamás pudo ignorar el desafío de un problema, ni siquiera a edad ya avanzada. En el año 218 a. C. Cartago (en el norte de África) y Roma se declararon la guerra; Aníbal, general cartaginés, invadió Italia y parecía estar a punto de destruir Roma. Mientras vivió el rey Hierón, Siracusa se mantuvo neutral, pese a ocupar una posición peligrosa entre dos gigantes en combate. Tras la muerte de Hierón ascendió al poder un grupo que se inclinó por Cartago. En el año 213 a. C. Roma puso sitio a la ciudad. El anciano Arquímedes mantuvo a raya al ejército romano durante tres años. Pero un solo hombre no podía hacer más y la ciudad cayó al fin en el año 211 a. C. Ni siquiera la derrota fue capaz de detener el cerebro incansable de Arquímedes. Cuando los soldados entraron en la ciudad estaba resolviendo un problema con ayuda de un diagrama. Uno de aquellos le ordenó que se rindiera, a lo cual Arquímedes no prestó atención; el problema era para él más importante que una minucia como el saqueo de una ciudad. «No me estropeéis mis círculos», sé limitó a decir. El soldado le mató. Los descubrimientos de Arquímedes han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad. Demostró que era posible aplicar una mente científica a los problemas de la vida cotidiana y que una teoría abstracta de la ciencia pura —el principio que explica la palanca— puede ahorrar esfuerzo a los músculos del hombre. Y también demostró lo contrario: porque arrancando de un problema práctico —el de la posible adulteración del oro— descubrió un principio científico. Hoy día creemos que el gran deber de la ciencia es comprender el universo, pero también mejorar las condiciones de vida de la humanidad en cualquier rincón de la Tierra.


Esta misma historia también la cuenta Carel Kapec en sus Apócrifos, aunque de otro modo más literario. Me da un poco de vértigo pensar que la entrada de Kapec del blog es nada menos que de 2008, pero vamos, en general me gusta verlo.

El ejercicio de hoy es añadir un capítulo a Momentos estelares de la ciencia o escribir una versión en forma de mircrorrelato de la vida de Arquímedes.




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Puestos a recrear una historia, cuanto más lejana, más margen de argumento y libertad de texto. Me quedo con Arquímedes. Juega a su favor el albedrío creativo, la lucha de la inteligencia de uno contra muchos, el mito que lo envuelve y que nos da alas para conjeturar su personalidad. En realidad nos da alas para imaginar cómo debe ser un hombre en respuesta a la fuerza del poder. Cuando hay muchos, se puede llegar a mejores respuestas contra el poder impuesto casi siempre sin razón. Suele haber inteligencia colectiva en lo común, cuando se sabe escuchar y se presta atención a todas las opiniones y partes, por minúsculas e insignificantes que parezcan. La crítica y el poder no se llevan bien, no se agradan.
Por otra parte, la responsabilidad que tenemos todos, de sustentar los efectos de la ciencia, tanto en nosotros mismos, como en el mundo y el universo que nos rodea, no debe dejarse nunca de lado. Los poderosos se suelen apropiar en exclusiva de la ciencia para beneficio propio. La ciencia, hasta ahora, ha sido comprada y mercantilizada. El que la obtiene, se cree con el derecho de utilizarla principalmente para su propio engrandecimiento, en la búsqueda de más poder. El sistema de patentes es una burla a la inteligencia colectiva. Nada se fabrica sobre la nada. La ciencia es una estructura auto soportante, y por ello, nadie tiene el derecho de negociar con el conocimiento acumulado de todos los que nos han precedido, sólo para uso exclusivo y beneficio personal. Lo vemos en medicina, en el uso de las energías. Hoy, que deberíamos ser más libres que nunca, dado el nivel de tecnología que disponemos; Es contradictorio y paradójico, que seamos privados y más dependientes de conocimiento que se atribuyen unos pocos, como Coca-Cola, Apple, Windows, Oracle… empresas que se han apropiado del saber acumulado de todos, forzándonos a seguir consumiendo productos que consideran suyos. Hoy los grandes empresarios privados han sustituido con mayor prepotencia organizativa a los antiguos reyes y emperadores.

Volviendo al atípico sabio de Siracusa, si pensamos sobre las razones de por qué lo mataron los romanos, vemos cierta similitud entre la muerte de Arquímedes y Sócrates: El rechazo a la sinrazón por parte de ambas víctimas, revelándose contra una situación práctica que afeaban sus conductas y teorías. La prepotencia del poder, nunca ha tolerado la rebelión de la inteligencia, ya que poder e inteligencia son consustancialmente antagónicos en sus objetivos.
jemart

Anónimo dijo...

El objetivo del poder es acumular fuerza mediante mecanismos de estructuración e igualación de objetos y sujetos que conforman el propio poder, de modo que sea más beneficioso conseguir un único objetivo cuando se plantea. Es de eficiencia inmediata más ágil. Tiende a acumularse sobre sí mismo.
El objetivo de la inteligencia es analizar, entender y comprender un estado de objetos y sujetos, sus interrelaciones y dependencias, para que en lo posible, mejore las situaciones planteadas. Obteniendo estados más armónico con el ser pensante. En principio no acumula, sino busca estados de órdenes más sistémicos afines.

No sé si estas seudo-definiciones se ajustan al común, dado que cada mente es un mundo.
jemart

Anónimo dijo...

En el poder, la ética y la felicidad son subproductos residuales; en cambio, en la inteligencia humana proactiva, son valores fundamentales.
jemart

BRAGAOMEANO dijo...

A mi lo que me impactaba de Asimooc, eran sus patillas, que de perfil, le hacían parecerse a un orangután de pelo blanco. Y los anuncios de sus libros en televisión.
Por lo demás,la ciencia va acompañada de la paciencia y esto último, cuando un es joven, suele escasear, porque sigue la frase: " vive deprisa y deja un cadáver bonito ". Aunque lo de morir, siempre acojona. Pues no esta claro que la inmortalidad exista después de muerto, a no ser por el recuerdo de los vivos, como en este caso es Arquimedes. Del que hacían siempre parodias en La Bola de Cristal.