miércoles, 26 de diciembre de 2012

La buena literatura


Cuando algo está bien escrito, se nota. Eso le pasa por ejemplo a los libros de Jonathan Franzen, que los abras por donde los abras, dicen cosas que merece la pena escuchar, sáltándose incluso las dificultades que impone toda traducción. Os traigo un fragmento del libro Movimiento fuerte, escrito en 1992 (páginas 434-438), que podríamos llamar "Una forma de ver el capitalismo":

               Hacia finales del siglo XVIII alguien que recorriera los trescientos ochenta y cinco kilómetros entre Boston y Nueva York no atravesaba más de treinta kilómetros de zona arbolada. La gente llegada de Europa comentaba el hecho de que en América los árboles fueran tan escasos y tan raquíticos. Pensaban que el sueloo no era fértil. Se asombraban de que los americanos desperdiciaran monte en bien de unos beneficios a corto plazo o de ciertas comodidades. En los aserraderos sólo convertían en madera los ejemplares más altos y mejor formados; todos los árboles menos perfectos eran condenados al fuego o a pudrirse solos. Las familias compraban casas grandes y mal aisladas, ya fuesen de madera o de ladrillo cocido a leña (casas, dijo Bob, como las que aún hoy hacían las delicias de los turistas), y de octubre a abril tenían lumbres encendidas en todas las habitaciones.
               Un estadounidense blanco compraba tierras a los indios, y en seguida trataba de sacarles provecho: cortaba los árboles para tener madera o los quemaba para ceniza si había mucha demanda de ceniza en la zona. También podía ahorrarse trabajo matando sencillamente a los árboles y dejando que la pudrición los abatiera. Los cultivos en tierras antaño boscosas prosperaban durante unos años, pero sin árboles que capturaran nutrientes, y teniendo en cuenta que el granjero restringía sus esfuerzos a inmutables límites de propiedad, el suelo pronto se tornó infecundo. Era un mito, decía Bob, que los indios hubieran fertilizado tierras agotadas con pescado. La manera de que un vergel dure diez mil años es rotar los cultivos de campo en campo. Fueron los blancos quienes sembraron sábalos con sus semillas, y cuyos campos hedían de tal manera que los viajeros vomitaban en las cunetas.
               Privado de libertad de movimientos, el ganado agotaba el verde como no lo habían hecho los animales salvajes. Pisoteaba el terreno privándolo de oxígeno, disminuyendo la retención de agua. En Cape Cod no había dunas de arena cuando llegaron los europeos. Las dunas se formaron a partir de que las vacas mataran el pasto original y la capa de suelo superficial se quemara.
               Las tierras bajas, que los árboles al evaporar la lluvia a través de sus hojas habían mantenido secas durante milenios, se convirtieron en barrizales tan pronto se procedió a su desmonte; empezó a haber mosquitos, malaria y espinos. En terreno más elevado, sin la sombra de los árboles, el manto de nieve se fundía rápidamente y la tierra se helaba a mayor profundidad, reteniendo así menos agua cuando llegaban las lluvias en primavera. Las inundaciones estaban a la orden del día. Sin raíces y hojas caídas que estorbaran, la lluvia dejó la tierra desprovista de nutrientes. Impetuosos arroyos arrastraban la capa superficial de suelo hacia bahías y puertos. Los peces que estaban desovando se encontraban con diques y agua cuajada de barro. Pero en verano y en otoño, sin bosques que regularan e! Rujo de agua, todos los arroyos se convertían en torrentes se- cos y la tierra desnuda se cocía sol.
               Y así, aquella región cuya abundancia había mantenido a los indios y asombrado a los europeos se convirtió en menos de ciento cincuenta años en una tierra de pantanos malolientes, de vientos racheados, de granjas improductivas y panoramas sin árboles, con veranos sofocantes e inviernos crudísimos, llanuras erosionadas y puertos atascados. Una película de Nueva Inglaterra en tiempo continuo habría mostrado cómo desaparecía la riqueza de la tierra, la progresiva reducción de los bosques, la expansión del suelo estéril, todo el tejido de la vida en putrefacción, y se habría podido pensar que toda aquella riqueza se había desvanecido sin más, convertida en humo, en aguas residuales o transportada por mar hacia otros parajes.
               Pero si uno se hubiera fijado bien habría visto que la riqueza simplemente se había transformado y concentrado. Todos los castores del condado de Franklin (Massachusetts) se habían transmutado en un servicio de té de plata maciza ahora en un salón de Myrtle Street, Boston. Los inmensos pinos blancos de veinticinco mil kilómetros cuadrados de Commonwealth habían formado entre todos una sola manzana de casas de ladrillo en Beacon Hill, con ventanales y una auténtica flota de carruajes, candelabros llegados de París y sofás tapizados con sedas chinas, todo ello en menos de media hectárea de terreno. Una parcela que antaño había dado sustento a cinco indios se condensaba ahora en un anillo de oro en el dedo de Isaiah Dennis, el tío abuelo del abuelo de Melanie Holland.
               Y cuando Nueva Inglaterra estuvo totalmente desecada —cuando su abundancia original hubo quedado reducida a un puñado de barrios tan compactos que un dios podría haberlos ocultado a la vista con las yemas de sus dedos—, entonces los granjeros ingleses pobres que se habían convertido en granjeros estadounidenses pobres se mudaron a las ciudades para convertirse en trabajadores pobres de las fundiciones y las hilanderías que los poseedores de riqueza concentrada estaban construyendo para aumentar sus ingresos. Ahora una película en tiempo continuo habría mostrado una multiplicación de ladrillo rojo, la canalización de nuevos arroyos, la evisceración de una tierra árida en busca de arcilla y mineral de hierro, la contaminación del aire, la acumulación de cargueros procedentes de Charleston transportando algodón, la propagación de viviendas obreras, la propagación del hierro, las mareas de excrementos y orina, el exterminio de las últimas aves salvajes que cualquiera habría soñado comer, el humo de trenes que traían carne desde Chicago para alimentar a los obreros, la escarda de la tierra cultivable, la muerte definitiva de graneros y granjas a manos del recién abierto Medio Oeste, pero sobre todo: un aumento general de la riqueza. Samuel Dennis, el bisabuelo de Melanie, y sus cómplices industriales y bancarios habían aprendido a quemar no sólo los árboles de su propia era sino también los del carbonífero, disponibles ahora en forma de carbón. Habían aprendido a explotar no sólo la riqueza del suelo de su propia región sino también la de los algodonales de Missíssippi y los maizales de Illinois.
               —Porque en definitiva —dijo Bob—, toda la riqueza que una persona obtiene más allá de lo que puede producir por su propio trabajo nace sin duda a expensas de la naturaleza o de otras personas. Echa un vistazo. Echa un vistazo a la casa, al coche, a la cuenta bancaria, a la ropa que vestimos, a nuestros hábitos alimenticios, a nuestros electrodomésticos. ¿Podría haber producido todo esto el trabajo físico de una sola familia y de sus inmediatos antepasados y esa mil millonésima parte de los recursos renovables que les correspondía? Hace falta mucho tiempo para construir una casa de la nada; hacen falta muchas calorías para transportarse uno mismo de Filadelfia a Pirtsburgh. Aunque no seas muy rico, vives en descubierto. Estás en deuda con trabajadores textiles de Malasia y con montadores de circuitos impresos coreanos y con cortadores de caña de Haití que viven seis en una sola habitación. En deuda con un banco, en deuda con la tierra de la que has extraído petróleo, carbón y gas natural que nadie le podrá devolver. En deuda con los cien metros cuadrados de vertedero que soportaran la carga de tus desperdicios personales durante diez mil años. En deuda con el aire y el agua, en deuda por poderes con inversores japoneses y alemanes. En deuda con los biznietos que pagarán tus comodidades cuando tú estés muerto: que vivirán seis en una sola habitación, contemplando sus cánceres de piel y sabiendo, cosa que tú no, lo mucho que se tarda en ir de Filadelfia a Pittsburgh cuando vives en números rojos.


A ver quién se atreve ahora a escribir "otra forma de ver el capitalismo". Os dejo la zona de comentarios para que os animéis.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Al capitalismo solo hay una forma de verlo o entenderlo: Es esclavitud remunerada. Lo triste es que cada vez se remunera menos y estamos en un "tris" de que se vuelva a ejercer al modo tradicional, al viejo estilo de Alabama: Techo, comida y latigazo. Lo que queda por ver es como se las va a arreglar el Capitalismo para generar de nuevo "Clase Media" a la que venderle sus productos.

BRAGAOMEANO dijo...

Se te olvida el derecho de pernada y como cada vez hay menos heterosexuales, los hombres tampocon estamos exentos.

Jesús Rocha dijo...

El capitalismo es el descontrol de la condición humana, nuestro instinto depredador sin límites ni sabiduría. Antes éramos pocos, de vidas aisladas y limitadas, en un entorno de mundo infinito, como el sueño americano ante el nuevo mundo, lleno de oportunidades, aunque sólo fuera para unos pocos. Hoy, sabemos que somos muchos, que el mundo es pequeño y limitado, que en la forma que queremos vivir, casi ya no cabemos; que tenemos más capacidades, tentáculos y poder, pero menos conciencia. Si queremos perdurar como especie, el capitalismo tiene que desaparecer. Quizás debiéramos aprender de los grandes dinosaurios, que se convirtieron en pájaros, que limitaron su tamaño y su inteligencia, para poder seguir sobreviviendo. Quizás debiéramos reducir de tamaño: ser como hormigas, cabríamos mejor en este mundo y no maltrataríamos tanto a nuestro entorno. Ser conscientes como grupo, de nuestras limitaciones, es vital para nuestro futuro. Un cuerpo se muere por la inconsciencia de los gérmenes que lo matan, aunque detrás también vayan a la muerte. Hoy tenemos este comportamiento con la tierra, somos egoístas individuos virales sobre el cuerpo que nos sustenta. El capitalismo debe morir. No tenemos una mejor respuesta de convivencia, pero por el camino que llevamos: de capitalismo consumista desbocado, si no lo remediamos, nuestros hijos acabaran desbarrancados.