miércoles, 6 de octubre de 2010

El ineludible Borges

Hace años leí muchos libros de Borges, pero debo confesar que llevaba mucho, mucho tiempo sin hacerlo. El otro día abrí el tocho de sus obras completas y me encontré con este texto dentro de su libro El hacedor:

EL CAUTIVO

En Junín o Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venia de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo.
Dieron por fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajando por el desierto y por la vida bárbara , ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez por que los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de hasta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su destino. Yo querría saber que sintió en aquel instante de vértigo en el que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, a los padres y a la casa.

La obra de Borges es una biblioteca de nuestra cultura y me atrevería a hacer un blog entero como éste partiendo únicamente de los textos de este genio. Pero no os asustéis, habrá más variedad. El ejercicio que os propongo hoy es que, como hace él, escribáis un relato en el que la infancia olvidada sale al paso y nos corta la respiración.

6 comentarios:

lorenz dijo...

Mas que historia, pequeño comentario:
Casos a montones de pequeñas/os recogidos, adoptados, secuestrados o comprados de otras culturas, que consideramos + atrasadas que la nuestra, razonando hacerles el regalo de una vida mejor y superior. ¿No encontrarían los huesos de una lagartija, enterrada por ellos años atrás, si un día visitan su país y llegan a su pueblo?

Jesús Rocha dijo...

Un tema difícil nos ha propuesto Toño, aún más, después de leer la que se ha montado en la entrada de la huelga general y la iglesia. Recuerdo, y muchos de nosotros recordamos, lo que creíamos cuando éramos niños. Yo recuerdo haber creído casi todo lo que me decían, lo interesante era cómo lo imaginaba. Si me decían que la tierra era redonda, “redondo” significaba algo que no acababa nunca (y no andaba desencaminado). Si me decían que la fiebre daba escalofríos, creía que iba a tener más frío por la noche. “Que el fuego se consume” para mí, consumir, era “gastar”. Y gastar era una palabra que me confundía, porque el fuego no se gastaba, permanecía palpitante, moviéndose sin parar y quemándose. Si me regañaban con: “Los pantalones se gastan”, no acababa de entender: si estaban igual y no cambiaban ni de color ni de forma. O como cuando decían: “el dinero se gasta”, yo a las moneda las veía siempre igual, sólo que desaparecían en otras manos a cambio de cosas, y volvían aparecer en el bolso de mi madre, o en la cartera de mi padre, tal vez un poco más sucias, otras veces más limpias; rara vez gastadas. Los pantalones, en cambio, tenían mucho riesgo, cuando menos te lo esperabas, se rompían, se enganchaban en una ramas y, zas, se producía un desgarrón. Ahí venía lo malo: había que presentarse ante madre, para que los cosiera, y tener que aguantar estoicamente una regañina, y con razón

David Ruiz dijo...

No recuerdo haber comido galletas María Fontaneda de niño. Supongo que las comería como todos los demás, que las mojaría en leche como el resto de niños, pero no me viene a la cabeza mi imagen comiendo este tipo de galletas. Sin embargo cada vez que veo una caja me acuerdo de mis Transformers. Porque yo llevé un paso más allá eso de hacerse juguetes con cajas y rocé la ingeniería infantil. Hice dos ejércitos de unos diez miembros cada uno, tenía cajas de cerillas que se trasformaban de robot en mosca, fundas de cintas que se transformaban en radios – cómo le podremos explicar a los niños del futuro lo que era una cinta de 60 minutos –, envases que se transformaban en pumas. Pero la joya de la corona era un Optimus Prime hecho con una caja de María Fontaneda que pasaba de ser un camión de mercancías a ser el enorme robot líder de los Autobots.

No recuerdo haber comido galletas de niño pero cada vez que en el supermercado veo una caja de galletas roja me acuerdo de aquellos valientes juguetes manufacturados que dieron su vida por mi entretenimiento. Así que a nadie le extrañe si además digo que yo lloré con el final de Toy Story 3.

David Ruiz dijo...

Mi pueblo son olores. Cuando la fábrica funciona todas las calles huelen a chocolate y durante las fiestas el aroma de la pólvora y el alcohol se encuentra en todos los rincones. En el astillero el salitre es tan intenso que hasta se puede saborear y hasta la arena caliente de la playa – completamente inodora – parece que tiene cierto aroma a sueño. Hay calles repletas de empalagosos jazmines, naranjos, muchachas que huelen a libertad. Los días de lluvia es como si toda la vida del pueblo se hubiera esfumado y fuera cruelmente arrastrada a las alcantarillas. Yo y mi cyránica nariz no podemos imaginar un lugar mejor que éste. Y el niño que fui también está de acuerdo con eso.

BRAGAOMEANO dijo...

Caminando entre las higueras:

Mis recuerdos de la infancia, siempre fueron borrosos,
soy miope de nacimiento. No obstante se guardan en mí
memoria como una película inventada. Los rostros son
irreconocibles, parece como si el protagonista fuera otro.
Soy el primogénito de una familia de 4 hermanos, la
diferencia con el que me sigue es de solo 14 meses.
Y con mis hermanas, una 4 años y la otra 6.
Cuando nació mi primera hermana, yo ya era un
niño tocapelotas en casa y me mandaron con mi
abuela materna a Fuentemilanos, allí después
de haber estado 6 meses en la escuela rural de Balconete,
que la cerraron, por una nefasta reforma de la UCD, que
acabó con los colegios en los pueblos pequeños y los termino
de herir de muerte, los siguientes 3 meses los pase en el pueblo
de mi madre. Cada vez que voy allí, se acuerdan de mis hazañas
infantiles. Me conocen por el plastilina, cuando me aburría en
clase, cogía un cacho de plastilina y la ponía encima de la estufa,
el olor se hacía insoportable y teníamos que desalojar momentáneamente
la clase, mi memoria no llega a reconocer el olor de la plastilina quemada.
Luego me castigaban mirando a la pared durante un par de horas.
No contento con eso, cuando salíamos al recreo, las chicas jugaban
a la comba y la mayoría llevaban falda, recuérdese que en las escuelas
rurales compartíamos clase y patio, desde los 5 años que tenía yo
hasta niños de más de 14 porque solían repetir con bastante asiduidad, los
muchachos campestres.
Yo me dedicaba agacharme para verles las bragas y a las que sujetaban
la comba, las levantaba la falda con el consiguiente alborozo, de los chicos adolescentes y la mala leche de las féminas. También era castigado, incluso,
con no salir al recreo, pero como era persistente, al final terminaron yendo
las señoritas con pantalones. Luego a la larga, me entregué a los brazos
de la iglesia y tuve problemas en mi relación con las chicas, pues terminé
yendo a un colegio religioso en el que solo éramos varones y nos repetían constantemente, que todas las chicas eran como Eva y por eso estábamos
en este valle de lágrimas en lugar del paraíso, pero esto ya es harina de otro costal.

Alicia dijo...

EL MOTORISTA

La sesión de relajación transcurrió según lo previsto, aunque Beatriz no consiguió evadirse ni siquiera durante 20 minutos. Mientras la masajeaban las piernas, ella seguía abstraída en sus pensamientos. A través de la tela intuía los movimientos de la masajista, que se esmeraba sin éxito por sorprenderla. Beatriz, simplemente, no estaba allí.

Su cabeza trataba de comprender un extraño encuentro que acababa de suceder en la puerta de su gimnasio habitual. Un hombre joven la observaba a través de su casco mientras fumaba un cigarrillo con ansiedad. Entretanto, ella maniobraba (o eso intentaba al menos), pero no era capaz de concentrarse, agobiada ante la expectación del motorista. Al fin salió del coche, miró de frente al extraño, que se descubrió y reconoció en él un gesto familiar. Él gritó, “¡Bea!”, pero ella no hizo caso, aún estaba nerviosa por la exhaustiva vigilancia y optó por escapar. Nadie la llamaba así desde hacía años, y además no le gusta que le acorten el nombre, piensa que le roban una parte de ella, “¿Quién se cree este tío para quitarme la mitad de mi nombre?”. Y siguió su camino indignada.

“Ya estás lista, Beatriz, puedes salir cuando quieras”, se dirigió dulcemente la masajista. Entonces, se levantó lentamente -después de todo llevaba 20 minutos sin moverse y le costó volver a la verticalidad- y se dirigió a su taquilla. De pronto, en el espejo del ascensor, volvió a visualizar su cara, ese rostro le resultaba tan familiar...

Una vez en la calle y sin saberlo, buscó alguna referencia, alguna señal. Ni rastro de la moto, ni del hombre, que cada vez le resultaba más cercano. ¿Dónde se habían visto antes? Estaba segura de que lo conocía, pero no lograba recordar de qué. Y extrañamente, le estaba empezando a coger cariño, como si despertara en ella un afecto conocido.

Ya en el coche, escuchaba Discópolis, como hacía cada tarde de vuelta a casa. A punto de entrar en el garaje distinguió al final de su calle una multitud de gente agolpada en torno a una ambulancia. En el suelo yacía un cuerpo oculto bajo una de esas mantas color plata. Los vecinos se agolpaban alrededor del muerto con morbosa curiosidad, tratando de imaginar las causas del accidente, la identidad del fallecido y si se habría avisado ya a su familia. Beatriz hizo poco caso y entró en su casa.

Bajo la puerta, una carta con fecha de 1992.

Entretanto, fuera, la sangre del motorista iba tiñendo la manta color plata, del mismo modo que la noche teñía la tarde.