Parecen muchos años 136, pero no son tantos, son los que podría tener mi bisabuelo.
Como ayer fue el día del maestro, comparto con vosotros un fragmento de El mundo de ayer, autobiografía de Stefan Zweig publicada póstumamente el mismo año de su muerte, 1942 (Editorial Acantilado, traducción de A. Orzeszek y Joan Fontcuberta):
"Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su "lección" -igual que nosotros a aprenderla- y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido "el alumno" en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la "Autoridad" que impedía cualquier contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era "superior". A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía, con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros... a lo mejor porque siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados."
Ese era un tema que Stefan Zweig tenía muy presente. Por ejemplo, en 1932 le pidieron que pronunciara un discurso conmemorativo en su colegio y declinó la oferta. Sin embargo, escribió un poema para el libro de honor en el que decía nada menos: “Lo llamábamos “escuela” y queríamos decir aprendizaje, miedo, severidad, suplicio, coacción y cárcel”.
La dictadura paradójica del “tú aún no puedes comprenderlo” era la regla de oro, y quizá fue lo que convirtió a Stefan Zweig en alguien con una curiosidad insaciable.
El ejercicio de hoy es hablar de la escuela, de los maestros, de Stefan Zweig o de vuestro bisabuelo. Ya veis que yo he escrito de lo que he querido y no veo por qué vosotros no debéis hacer lo mismo.
¡Felices 136 años!